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Mostrando entradas de septiembre, 2019

Mi casa prestada

Hace más o menos un año tuve que dar una descripción de mi casa, puse “departamento prestado, dos recámaras, sala comedor baño cocina. Colonia popular no muy lejos del centro de Puebla. El departamento es de mis padres”. Con un poco de tristeza cerré el sobre que guardaba, además de esta descripción, una solicitud de beca para mi hijo. No se la dieron. Me expresé dramáticamente y mal de mi casa en vano. Ni hablar. Hoy tengo otra oportunidad para contar todo lo que ha vivido esta casa que, por sus años, ha vivido más que yo. Antes 1993 la imagino en un vacío, luego una familia de matemáticos llegó a habitarla. Yo era la más pequeña, veníamos de Querétaro, en donde “milagrosamente”, dicen, me quitaron la sordera que, por negligencia médica, me impidió oír los primeros sonidos de mi vida. Yo tenía dos o tres años. Luego papá se fue y en su lugar llegó la Tía, con mayúscula, con respeto, la Tía Chagui de todos. Con mi mamá, la casa resguardaba a tres mujeres de tres tiempos distintos.

Habitación propia

Ya tiene rato que me ha costado más trabajo que nunca ubicarme en el mundo, en las vidas de terceros, en el espacio físico que me rodea. Es difícil admitirlo a mí misma. Le bauticé crisis de pertenencia.  Una serie de eventos en el último año y medio me han traído a este punto exacto, donde efectivamente me encuentro en mi habitación propia, desde donde escribo. Donde me atrevo a llevar a cabo esa tarea de la que me había alejado por miedo a lo poderosa que puede ser. Donde escribo un texto sobre el espacio que me rodea.  Dicho espacio es la Habitación Propia que en realidad nunca ha sido tal. Sí parece mía. Todo en ella es mío, pero, finalmente, no le llamo mi espacio en el mundo. Es la habitación más aislada de esta casa. Una casa de la que he entrado y salido. Que por cómo llegué aquí, nunca la he sentido como un hogar, sino una mera casa, entendida como la mera edificación. Es el edificio, en la calle cerrada, donde encuentro todas mis cosas más preciadas. Pero es, finalme

Habitación im-propia

Recuerdo el umbral entre la estancia y la escalera de casa de mis padres en un Querétaro noventero — más chancero que chilango — e instalado en su eterna quietud dominical. En esa casa, en el corazón de la ciudad  (y que fue sólo una de las tantas por venir) aprendí a trazar “OSO SUSU”: palabra que se automatizó por tanto practicar, enseñándome además que el mundo tenía otro mundo, uno donde las palabras podían surgir como magia al contacto con la página. Palabras peligrosas, abiertas, alejadas de la correspondencia cratilista del mundo, coquetas y perdurables mientras aguantara aquella libretita de candado chiquito.   Hoy, 26 años después, ya no vivo en casa de mis padres ni tengo libretitas de candado: paso los días estudiando el posgrado en Filosofía y comparto casi todo con mi hijo / duende / mimo / cómplice de 8 años: “mi habitación” es suya también.  Aún trato de entender la magia de las palabras y leo más de lo que escribo.  Busco aquello que Virginia Woolf llamó “la c

Habitaciones propias

Tengo muchas listas de música que me gusta reproducir cuando estoy sola, específicamente en mi cuarto. En él bailo, escribo, leo, trabajo, acaricio a mi gato, me visto, veo series de 15 capítulos hasta terminarlas en un fin de semana, lloro, reniego y sufro a veces en silencio y a veces no tanto. Mi habitación es el espacio donde realmente puedo estar sola. Y aunque literalmente este espacio de tierra no me pertenece, sé que de otras muchas maneras me han pertenecido los espacios donde he crecido y he aprendido a estar sola. (Mi parte favorita es dormir). Cada que alguien pronuncia la palabra soledad es cuestionado severamente, “no estás sola, te dicen” pero en la realidad La Soledad brinda la paz suficiente para entender que ni es negativa ni es positiva, sólo es. “Esta soledad tan profunda” dice Lafourcade. Cuando lo entiendes, cuando puedes escucharla, llega la paz. De eso se trata tu propio espacio, aunque a él hayan llegado otros y otras para dejar su huella. Tu espacio es tu sole

Mi casa soy yo misma

Un gasterópodo Como nunca he hallado un espacio al que pueda llamar mío , me convertí yo misma en el lugar . Abandoné la casa paterna siendo, aún, adolescente, como correspondía a los jóvenes residentes de Tantoyuca que nos lanzábamos a hacer estudios profesionales. Me fui al puerto de Tampico, con su arena aplanada y su mar bajito que en realidad está en Ciudad Madero, donde mi madre me había parido porque así lo dispuso el hado (o el Seguro Social, que es lo mismo). Yo era una muchachita con depresión y fobia social (me diagnostiqué al iniciar mis estudios de psicología) y toda mi familia apostó a que, debido a mi carácter retraído y mi inutilidad hasta para cruzar una calle, no duraría ni una semana fuera del pueblo. Han pasado dos décadas y nunca volví a vivir en esa casa –la de mis padres. Viví primero en una pensión donde, durante dos años consecutivos, las dueñas me hicieron bullying, movidas por la extraña fantasía de que yo era una “niña rica que tenía la vida resuelta”

Yo soy mi propia habitación propia

Desde niña y hasta ya entrada la adolescencia viví en una casa llena de gente: abuelos, tíos, primos, inquilinos que rentaba cuartos. Nadie tenía independencia, los baños y hasta las cocinas eran de uso común. Todo el día había ruido, llantos, azotones de puertas, disputas, bullicio. La puerta de la calle siempre estaba abierta. Poco a poco, la gente empezó a marcharse, también la familia. Hasta que quedamos los abuelos, mis padres, mi hermano y yo. El bullicio se apagó y la casa quedó silenciosa. Por fin, dormimos con la puerta cerrada, sin riesgo de que alguien, quién sabe quién, llegara de madrugada y dejara la puerta abierta para ponernos a todos en riesgo. Y sin embargo me las ingenié para tener habitaciones propias, muchas: la azotea, abajo del tinaco; un espacio de pasto en la Deportiva, el Autódromo Hermanos Rodríguez a donde iba sola o acompañada por mis hermano y primos en bicicleta; la banqueta enfrente de casa de mis padres; el closet de la abuela. Nunca me faltó un lugar

Habitación propia

La primera vez que dejé de compartir habitación fue a los 8 años, cuando mi hermano entró a la adolescencia y me exilió del cuarto en el que convivían nuestras camas. Me instalé en ese lugar extraño y clasemediero donde se concentraban las familias de aquel entonces a convivir: el cuarto de la tele. Se convirtió en mi espacio y pude –por fin- poner los pósters que yo quería, acomodar a mis muñecos de peluche para que todos me vieran dormir y cerrar la puerta cuando se me antojaba. A mis veintitantos dejé la casa de mis padres para irme a vivir con mi entonces novio. Nuestros empleos nos permitían tener un departamento de tres habitaciones: compartíamos una y cada quien tenía otra para trabajar. Para ser sincera, creo que ha sido la época en la que menos escribí, sobre todo porque para pagar esa renta estaba obligada a tener tres empleos. La mejor habitación propia que he tenido y el momento de menor productividad coincidieron, de manera que yo solamente lo veía como un gran desp

Habitaciones propias

En el transcurso de mi vida nos mudamos al menos cinco veces de casa. Mi infancia y adolescencia fue un ir y venir de Mexicali a Guadalajara, hasta que por fin, mis papás, decidieron quedarse en la ciudad que atrapó al sol. Cuando sueño con el pasado, estoy en la casa de mi abuelita o en la de mi tío Benito, que era dónde me resguardaba los fines de semana para jugar e imaginar, junto a mis primos, una existencia diferente. Reconozco que de niña no leía mucho, pero mi tío contaba las mejores historias de terror del mundo y él decía que todas las había sacado de los libros. Tal vez un poco influenciada por esa idea empecé con el hábito de la lectura. En la prepa, Víctor Cuellar, mi maestro de literatura en el Instituto de Ciencias, me convenció de que tenía cierto talento para narrar, pero el destino me hizo mudarme de ciudad, cambiar de amigos, de escuela y tomar materias que no tenían nada que ver con mi lado humanista o artístico. Terminé la preparatoria de milagro y convencí a

Habitación propia

Nunca había tenido un cuarto propio. Siempre lo compartí con una de mis hermanas mayores hasta que se casó. Ahora que lo escribo, ni mi mamá ni mis dos hermanas tuvieron un cuarto propio. Compartieron cuarto con los hermanos y ahora con los esposos. Tuve mi propio cuarto un año después de terminar la licenciatura. Ese año flotaba entre la incertidumbre laboral, mi primera beca literaria en el Centro de Escritores de Nuevo León y mi deseo por ser poeta. Entre la prepa y la universidad leía en mi cama, con una lámpara de pluma Cien años de soledad , Narraciones extraordinarias , Crimen y castigo , Las edades de Lulú . La luz se apagaba a las diez por órdenes de mi jefa y ya. Así que esperé ansiosa el día de la boda y ver que mi hermana dejar el cuarto para siempre. Mi habitación propia era la oportunidad no solo de tener la luz encendida toda la madrugada para leer o escuchar música, sino para caguamear, fumar marihuana y dormir con mi novio. En ese momento vivía el romance de la liter

Una casa muy rara

Siempre he sentido gran fascinación por las casas, por cómo están organizadas, comunicadas, iluminadas. Por cómo están llenas por dentro. O vacías. Desde que tengo memoria, cada que entro a una casa observo lo más que puedo tratando de resolver acertijos: por qué ese color, a dónde lleva esa puerta, qué se asoma en las ventanas, cómo usan ese patio… recuerdo que de niña, cuando veía manchas en los techos con estuco pensaba que marcaban la forma en que debían acomodarse los muebles al interior. Muchos años después supe que eran las marcas del aislante detrás del estuco. Estudié arquitectura porque no tuve permiso para irme a La Paz a estudiar Filosofía, no sé si hubiera sido peor. Aprendí muchas cosas ahí, sobre todo a observar mejor y más detenidamente los espacios, a responder algunos de mis acertijos infantiles y a crear nuevos al imaginar posibilidades infinitas para cada lugar. Ciertamente, aprendí lo poético pero no lo práctico: heme aquí escribiendo y no levantando industrias

Mi madre, mi casa, la literatura

Debo reconocer que la idea de hablar de cómo conquisté-defendí-me hice de un espacio físico desde el cual escribir, me pareció que quizá no era un asunto del cual me correspondía hablar. Yo no era la persona idónea por varios motivos, entre ellos, el más importante: desde muy pequeña siempre tuve todo el espacio y el tiempo para mí. Y lo tuve de una manera no negociable. Un espacio y una soledad que, muy por el contrario, aprendí a buscarle unas definiciones o justificaciones para no preocupar a los demás y para yo también, transitar por ella sin combatirla, sin tratar de llenarla con  personas, actividades, o cosas. Y claro, hablar de ganar mi espacio me regresa al temible terreno de la infancia y un par de años atrás. Perdonen si el texto se percibe medio entumido, tenso. No estoy acostumbrada a escribir sobre mí, me es infinitamente más fácil narrar sobre los derroteros de otros y guardarme los míos para los correos electrónicos y cartas que todavía escribo, las llamadas y  borra

MI CUARTO MI CUERPO

Food, house and clothing are mine for ever. Therefore not merely do effort and labour cease, but also hatred and biterness. I need not hate any man; he cannot hurt me. I need not flatter any man; he has nothing to give me. —Virginia Woolf, A room of one’s own Le pedí a Elma que borrara de las redes la foto que, en un impulso, le había mandado de mi recién adquirido cuarto de azotea, respondiendo a su convocatoria sobre Habitaciones propias.  Soy una desclasada, y como sucede con los desclasados hay una fuerte inclinación a negarlo, estirando la apariencia, lo más que se pueda, de que no ha pasado nada. Han transcurrido dos meses desde que me mudé al cuarto de azotea en donde vivo, en la colonia Narvarte, en la Ciudad de México. Pero si recurro al recuento descubro que es la segunda vez en mi vida que vivo sola y que es la primera vez que lo hago con mis propios medios. El cuarto es un poco más grande que un cuarto, pero más chico que cualquier departame