Mi casa prestada

Hace más o menos un año tuve que dar una descripción de mi casa, puse “departamento prestado, dos recámaras, sala comedor baño cocina. Colonia popular no muy lejos del centro de Puebla. El departamento es de mis padres”. Con un poco de tristeza cerré el sobre que guardaba, además de esta descripción, una solicitud de beca para mi hijo. No se la dieron. Me expresé dramáticamente y mal de mi casa en vano. Ni hablar. Hoy tengo otra oportunidad para contar todo lo que ha vivido esta casa que, por sus años, ha vivido más que yo.

Antes 1993 la imagino en un vacío, luego una familia de matemáticos llegó a habitarla. Yo era la más pequeña, veníamos de Querétaro, en donde “milagrosamente”, dicen, me quitaron la sordera que, por negligencia médica, me impidió oír los primeros sonidos de mi vida. Yo tenía dos o tres años. Luego papá se fue y en su lugar llegó la Tía, con mayúscula, con respeto, la Tía Chagui de todos. Con mi mamá, la casa resguardaba a tres mujeres de tres tiempos distintos.

Hasta los seis años dormí en el cuarto que no tenía la vista hacia enfrente, durante toda su vida, mamá ha pensado que al ocupar ella esa recámara, “la principal”, puede protegernos de cualquier peligro. Un día de aquellos años tuve una pesadilla. Ronald McDonald y Pennywise estaban en su auge y en mi casa se fusionaron y se metieron a mi sueño. Yo me levantaba a tomar agua, en la cocina había una mesa larga, de pared a pared. Sobre la mesa, al encender la luz, me saludaba Pennywise McDonald con una sonrisa llena de sangre, luego tomaba mi mano y no me soltaba y yo le gritaba a mi mamá, pero mis gritos no se oían. Desperté en la madrugada. Esa noche fue de las pocas que dormí en el cuarto principal.

Luego nos fuimos mamá, un nuevo papá y yo a otro departamento un poco más grande. Mi hermana venía en camino. La casa, creo, se empolvó de nuevo y hasta los payasos la deshabitaron, nos llevamos las camas y todo. La Tía se fue a Ciudad Valles, nuestro lugar de origen. Yo crecí un poco más, la familia también. La casa nos esperaba fiel como un perro.

Regresamos a ella en el 2000. Nueve años, tercero de primaria. Un primo vino a vivir con nosotros y compartimos el mismo cuarto de antes, como hermanos. Me inscribieron en una escuela que estaba a dos cuadras, mis amigos eran mis vecinos, ¿Qué más le podía pedir a mi infancia? Sólo que no terminara nunca, pero un día a mis diez años, la infancia se fue con mi sangre y mis lágrimas por la coladera del baño. Después de eso, la regadera, su agua, fue testigo de todos los cambios que, siempre a escondidas, me gustaba ver, me gustaba sentir.

A mis once nos volvimos a ir, pero esta vez la casa no quedó vacía; mi papá, ya no tan soltero, llegó a habitarla. Me hago muchas ideas de cuántas historias guardan las paredes de ese entonces, que en ese entonces cargaba un pizarrón y un cuadro y nada más, si acaso una cruz ignorada, pero creo que nunca lograré saberlo. Yo dejé de ver esa casa más de diez años, y pasé más vida en otra casa que fue habitada también por mucha gente, porque siempre nos gustó adoptar hermanos postizos de intercambio cultural y primos norteños que mi mamá pensaba que podrían mejorar su estilo de vida con estudios en Puebla. En esa casa, a los 17 años, tuve a ese hijo del que hablo al principio. 

Sin embargo, no fue el hijo el que sintió los cambios consecuentes, ni siquiera yo, porque en la casa ya había una mamá de todos modos. Creo que los cambios se sintieron ya en la casa prestada, cuando volví a ella hace dos años, después de percatarme de lo lógico: empezaba a querer ocupar, en el inconsciente, el lugar de mi mamá en su propia casa. Cuando abrí esta vieja puerta que se había abierto tantas veces, me era nueva de nuevo y me vi nueva yo también. ¿O totalmente distinta? No lo sé, sea como sea, todavía tengo una esperanza rota de que algún día me dejaré de tanto cambio.

La antigua casa la dejé sin despedirme y, al principio de las nuevas noches bajo la casa prestada, un adiós no dicho me quitaba el sueño. Los primeros días el sol por la mañana hacía que viera la pequeña sala más grande que yo, todo me quedaba demasiado flojo y yo me sentía como en un lago. Pero un día me encontré con un libro, de esos muchos que me quisieron inculcar mis padres pero que no me dejaban comprenderlo por mí misma, y ese libro me llevó a otro y ese otro a un primer curso de teoría psicoanalítica y luego me enfoqué en analizar mis sueños que para mí es una mejor introspección de la que puedes aprender con cualquier yogui. A la par descubrí que no soy tan mala dibujando garabatos –dicen- “abstractos”. Luego decidí entrar a estudiar formalmente esto que me encanta y ya no hay nadie que pueda pararme… Excepto mi hijo, cuando no puede hacer algo o cuando le da flojera, pero eso ya casi nunca pasa porque él pronto será un joven también.

Aunque me gusta leer, confieso que lo que menos quiero es tener que limpiar un librero o una biblioteca entera como sueñan todos. Los libros viejos sí huelen mejor que los nuevos pero ambos se empolvan igual en esta ciudad gris, llena de ceniza del volcán. No sé de ediciones ni de editoriales más de lo poco que sé de sitios para descargar libros gratis o baratos. Una siempre se adapta a su medio. A mi hijo sí le gusta más abrir sus cómics y los tiene guardados en su escritorio- librero- estante. Yo apenas empiezo a llenar toda la casa como me gustaría que estuviera. Los muebles, excepto por mi cama, me los dejó papá, con su olor a historias enigmáticas. Todavía guardo cajas de los tiempos que no se pudo (o no se quiso) llevar, pero eso no importa mucho, a las historias, como a los gatos, no les gusta salir de sus cajas.

Tuve un gatito de entrada por salida que me enseñó a hablar sin palabras y a ver en su pelo todos los colores del mundo. Chimalpopoca se subía a las alacenas de la cocina y todavía hay cacas secas de gato en ese rincón que nadie alcanza a limpiar. Ya puse mi primer árbol de navidad, criaturas mágicas del capitalismo dejaron regalos. Tengo una hija Planta y voy por la segunda. Descubrí que había adoptado la idea de que cocinar es horrible y ahora no dejo de hacerlo, de hecho la cocina es de mis lugares favoritos de mi casa. Los amigos que me ha costado mucho hacer han visitado este útero de ladrillos y han salido satisfechos y, sobre todo, he aprendido muchísimas formas de querer a las personas que quiero.

No puedo, pues, hablar de un espacio para trabajar más que de toda mi casa; cuando no estoy estudiando/escribiendo, estoy dibujando mis sueños, si no, estoy jugando o viendo series infantiles, o haciendo postres sin gluten, o lavando. Haga lo que haga, siempre prefiero quedarme adentro. Además por fin ya ocupo la recámara principal y en medio de los cuartos el atrapasueños como un dios. Todas estas acciones me constituyen y de todas aprendo que no soy más que un conjunto de sueños que se cuentan, que las paredes de mi casa me observan escribirlos.


Aída Escobedo, se prepara para ser psicoanalista, es amante de los sueños y de los actos fallidos, también de la repostería. A veces dibuja garabatos y edita fotos en su celular. También es mamá de un jamón de diez años.

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