Una casa muy rara
Siempre he sentido gran fascinación por las
casas, por cómo están organizadas, comunicadas, iluminadas. Por cómo están
llenas por dentro. O vacías. Desde que tengo memoria, cada que entro a una casa
observo lo más que puedo tratando de resolver acertijos: por qué ese color, a
dónde lleva esa puerta, qué se asoma en las ventanas, cómo usan ese patio…
recuerdo que de niña, cuando veía manchas en los techos con estuco pensaba que
marcaban la forma en que debían acomodarse los muebles al interior. Muchos años
después supe que eran las marcas del aislante detrás del estuco.
Estudié arquitectura porque no tuve permiso
para irme a La Paz a estudiar Filosofía, no sé si hubiera sido peor. Aprendí
muchas cosas ahí, sobre todo a observar mejor y más detenidamente los espacios,
a responder algunos de mis acertijos infantiles y a crear nuevos al imaginar
posibilidades infinitas para cada lugar. Ciertamente, aprendí lo poético pero
no lo práctico: heme aquí escribiendo y no levantando industrias.
Alimenté mi obsesión por descubrir los
qué, los cómo y los porqué de otras casas estudiando un posgrado en el que mi
investigación me encaminaba (¡qué suerte!) a conocer las casas de otros, sus
hábitos, sus espacios privados y compartidos. Me metí en sus rincones, indagué
en sus días y, mientras me mudaba de una habitación a otra y a otra, llenando y
vaciando mi escritorio una y otra vez, me encontré con nuevos acertijos. Como
si no fuera suficiente con los míos, los que he arrastrado desde siempre.
Mis acertijos personales se centran en el
uso de los espacios íntimos, los nichos, los sitios pequeños en los que pueda
encerrarme y mantenerme contenida, porque siempre he sido como agua, me
derramo. Necesito contenerme para evitar la locura, para mantenerme cuerda. Necesito
contenerme en una agenda, en una rutina, en una habitación propia. Aunque últimamente
no sea habitación y no siempre sea propia.
Los últimos años han sido de mudanzas, de
maletas y cajas con ropa y cuadros y libros y discos para un lado y para otro.
Apenas tengo unos meses en una nueva casa, que no es mía pero que por ahora
habito. Y, aunque sea yo quien organice los muebles, acomode los condimentos en
la alacena, distribuya los armarios y decida qué librero es para quién, mi
propio espacio no llega pronto ni llega fácil, siempre tarda. O siempre tardo. Mis
procesos suelen ser muy lentos.
Ahora estoy derramada, ocupando varios
sitios a la vez: en el comedor, lleno de luz y de gatos, escribo mis
redacciones por encargo. En la sala, con menos luz pero con más recursos, con
libreros, discos, televisión, bocina y perros, tengo el escritorio en donde
diseño y escribo lo que no sea por encargo. Tengo algunos cuadros por aquí,
algunas fotografías por allá, no tengo dónde colocarlos todos. Al menos tengo mis
discos y mis libros perfectamente ordenados. En unos nichos, por supuesto.
Pero esta casa es muy rara, siempre que la
observo me pregunto qué habrán pensado sus dueños cuando hicieron una chimenea
sin chimenea, o cuando decidieron hacer un cuarto al que se entra por otro
cuarto y se sale por otro más. O qué significan los rombos desubicados de
cenefa en el piso rompiendo la armonía de la loseta. Esta casa es muy rara,
toda ella está llena de acertijos. Y todos los acertijos me asaltan mientras redacto
por encargo algo sobre arquitectura, cuando escribo sobre el recipiente en el
que evito derramarme, o mientras diseño la habitación de alguien más.
Joelia
Dávila
Agosto
2019