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Mostrando entradas de agosto, 2019

Habitaciones propias

Hace casi 10 años me fui de casa de mis padres y renté un departamento para leer, escribir y vivir en paz. Escribía poemas tirada en el suelo o acostada en la cama. Después me mudé a un primer piso donde tenía habitaciones de sobra; en una de ellas me encerraba a escribir por las noches sentada en una silla roja de Coca-cola, frente un escritorio abollado que un amigo me regaló. Ahí terminé de formar mi primer libro mientras escribía otros poemas para un proyecto por el que me habían becado. Hace algunos años me mudé de nuevo a otra casa compartida donde solo tenía una recámara. No fue lo mismo y busqué la manera de irme. Este año renté una casita lejana con dos recámaras y una sala para mis gatas. En una de las habitaciones me encierro a leer, escribir y corregir después de terminar el trabajo de la oficina. En ella coloqué las repisas que Gloria, una de mis exroomies, dejó en una casa anterior. Me compré un nuevo escritorio (que no sale en la foto). El cuadro de Sylvia Plath me

Habitación prestada, habitación compartida

Escribir es estar condenada a la soledad. Es una condena elegida, en cierta medida, inevitable en otra. Elegí ser escritora porque pensé que sería divertido, porque de niña no había nada más que hacer en el cubículo de mi madre en la universidad, mientras esperaba a que saliera de dar clase, que dibujar a las ardillas y otras criaturas que caminaban entre las rocas volcánicas de Ciudad Universitaria e inventar historias sobre ellas, sobre mis amigos de la escuela allá lejos al final del verano, sobre lugares imaginarios que inventaba o deseaba encontrar. Así comenzó todo. Creo que el cubículo de mi mamá fue mi primera habitación propia: una habitación prestada de una mujer que ya sabía que usar la cabeza requiere cierto aislamiento, que los libros son para los solitarios. En ese espacio trabajaban además de ella otras dos profesoras que seguramente entendían también esto y para quienes la necesidad de un cuarto propio seguramente fue primero una elección, después una necesidad apremia

En mi habitación de trabajo, un cuarto para no morir

Leeré hasta mi muerte. Digo. Pero no sé cómo será mi muerte, si antes de dar la última expiración no me vendrá un derrame cerebral y no podré leer ni escribir ni pensar. Veré todo como borroso, como en esa película de Woody Allen,  Desmontando a Harry , con un Robin Williams genial, vistiendo esa camiseta 16, en un filme que aquí se llamó “fuera de foco”; como es un poco decir “la última expiración” fuera de toda norma, como si escribiera sonetos inspirados en el Siglo de Oro Español, como si yo hablara “fuera de foco”, en un castellano antiguo y pomposo. Bueno, leeré y escribiré hasta el final. Es un destino que me propongo. Ahora mismo leo  Breve tratado del corazón,  de Ana Clavel, donde una chica primero parece que se va a tirar al Metro, pero luego se le ocurre el Taj Mahal como un sentido de la vida y en el medio encuentra a una muchacha suicidada en París, muy parecida a ella, que murió con una sonrisa, fuera de todo espejo, nombrada “La desconocida del Sena”. ¿Suicidar

Un cuarto de televisión sin televisión

Hace unos años, mis papás se mudaron de ciudad. Yo estudiaba la licenciatura y decidí quedarme en la casa donde había crecido y vivido mi infancia. Una cocina, un comedor, una sala, tres recámaras, tres baños, dos espacios extraños entre cuartos de televisión ―sin televisión— y pasillos muy anchos con sofá. Era la casa que mis padres habían construido desde antes de casarse hasta el día que se fueron a Ensenada: su hogar por veinticinco años. No recuerdo un solo año en el que un albañil no le haya metido mano a la casa. Tumbaban paredes, hacían un baño, otra recámara, una ampliación, ponían lozeta donde no había, cambiaban la cocina. Las casas no tienen fin, me dice siempre mi madre, no las puedes dejar caer, hay que darles su manita de gato. Seis años sin ellos aquí y solo he traído un par de veces a un plomero, otro par de veces a alguien que arregle la lavadora y alguien más para que le eche una mano a la refri ―aire acondicionado de los norteños—; ni un solo albañil. Aunque ha