Habitación propia

La primera vez que dejé de compartir habitación fue a los 8 años, cuando mi hermano entró a la adolescencia y me exilió del cuarto en el que convivían nuestras camas. Me instalé en ese lugar extraño y clasemediero donde se concentraban las familias de aquel entonces a convivir: el cuarto de la tele. Se convirtió en mi espacio y pude –por fin- poner los pósters que yo quería, acomodar a mis muñecos de peluche para que todos me vieran dormir y cerrar la puerta cuando se me antojaba.

A mis veintitantos dejé la casa de mis padres para irme a vivir con mi entonces novio. Nuestros empleos nos permitían tener un departamento de tres habitaciones: compartíamos una y cada quien tenía otra para trabajar. Para ser sincera, creo que ha sido la época en la que menos escribí, sobre todo porque para pagar esa renta estaba obligada a tener tres empleos. La mejor habitación propia que he tenido y el momento de menor productividad coincidieron, de manera que yo solamente lo veía como un gran desperdicio de espacio. Cuando mi novio se fue, me adueñé del lugar, pero estaba tan lleno de él, de su rastro, de su gusto y de su recuerdo, que yo prefería estar en la calle. Pasaba mucho tiempo fuera, tenía aun más trabajo y no tenía ganas de escribir ni mi nombre.

Años más tarde, me mudé de la Ciudad de México a Baja California para vivir con mi ahora esposo en un lugar diminuto. Compartíamos una habitación con dos escritorios: él gustaba de trabajar con música y yo no podía; él platicaba al trabajar y yo lo detestaba. Con todo y eso, fue una de las épocas más prolíficas: en primer lugar, estaba desempleada o tenía muy pocas horas de trabajo; en segundo, el cambio de ciudad me devolvió las ganas de vaciarme a través de la pluma y, finalmente, vivimos en una zona rural donde hay poco que hacer. Para evitar el divorcio, renté tres estudios diferentes: el primero estaba infestado de arañas, el segundo era un cuarto en cuyo umbral de la puerta el vecino gustaba de escuchar música y hacer llamadas telefónicas anormalmente escandalosas y el tercero, aunque estaba lejos de mi casa, funcionaba bastante bien. Tuve que dejarlo cuando me embaracé la primera vez y dejé de manejar pero, sobre todo, dejé de poder pagar una renta extra en vista de todos los gastos que implica un niño.

Nos mudamos a una casa más grande, pero la segunda habitación fue, naturalmente, para el hijo. Desde entonces, mi escritorio, último resquicio de lo que pudo ser exclusivamente mío, está instalado en una esquina entre el comedor y la sala. Lo rodean una cocinita de juguete, una silla de bebé y un pizarrón con letras de colores imantadas. A menudo descubro sobre él pequeños dinosaurios, huellas de pinturas o restos de alimentos diversos. Me quejaría, pero al mismo tiempo he de reconocer que es cuando más y mejor he escrito.

Tal vez no estoy hecha para tener una habitación propia. Tal vez la que hable sea mi percepción atrofiada porque estoy en mi noveno mes de embarazo y ni siquiera el cuerpo que habito es del todo mío.

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Ana Fuente, narradora.

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