Mi madre, mi casa, la literatura

Debo reconocer que la idea de hablar de cómo conquisté-defendí-me hice de un espacio físico desde el cual escribir, me pareció que quizá no era un asunto del cual me correspondía hablar. Yo no era la persona idónea por varios motivos, entre ellos, el más importante: desde muy pequeña siempre tuve todo el espacio y el tiempo para mí. Y lo tuve de una manera no negociable. Un espacio y una soledad que, muy por el contrario, aprendí a buscarle unas definiciones o justificaciones para no preocupar a los demás y para yo también, transitar por ella sin combatirla, sin tratar de llenarla con  personas, actividades, o cosas.
Y claro, hablar de ganar mi espacio me regresa al temible terreno de la infancia y un par de años atrás. Perdonen si el texto se percibe medio entumido, tenso. No estoy acostumbrada a escribir sobre mí, me es infinitamente más fácil narrar sobre los derroteros de otros y guardarme los míos para los correos electrónicos y cartas que todavía escribo, las llamadas y  borracheras que comparto con amigos.
Desde bien chiquita sólo tuve por compañía a mi madre. Y ya. Nadie más con nosotras. Con la suerte de que además, ella se había empecinado en marcar su independencia de una familia que, de haber permanecido unida a ella o seguido sus consejos, no sé dónde había(mos) ido a parar. Así que crecí sin saber qué era eso tener reuniones familiares frecuentes, eso de jugar con los primitos o de alistarse para ir a las piñatas. Yo no tuve abuelos que me brindaran amor, ni tíos que llegaran inesperadamente a casa con alguna sorpresa, que me llenaran de cariño o me dieran un sentido de protección. Nada de carnes asadas en casa de un pariente o de alistarse para pasar la navidad con familia.  Si es que hubo alguno de esos eventos, les aseguro que siempre terminó mal y con una carga dolorosa que nos prevenía el intentarlo de nuevo.
Con esa idea de mantenernos a salvo, mi madre se hizo de un terreno en el cual poco a poco fue construyendo una casa. Decidió quedarse a vivir en una ciudad de clima espantoso, entre unas paredes que sólo habitaríamos ella y yo. Esa es la historia. Quizá por eso, este texto debería orbitar sobre cómo ella defendió su lugar, cómo la idea de edificar una casa fue una manera de tomar el control de nuestras vidas.
Yo crecí en un silencio total. Los veranos eran interminables. Ya un rato lo pasaba en el patio, luego explorando los compartimentos de la cocina, ya tirada sobre la loseta fresca que era lo único que no ardía en la ciudad. Porque además, el dinero siempre fue escaso. Las vacaciones para mí fueron eso: días cobijados por una temperatura infernal recorriendo de aquí para allá mi casa. Era muy raro tener visitas. Más bien salíamos en el auto para ver a sus amigos. Pero la casa era nuestro refugio. Yo crecí con la idea de que era cuestión de vida o muerte tener un lugar propio. Mamá era tan chocante, que no toleraba que las personas no se anunciaran con antelación, que llegaran de improviso. Muchas veces no abrimos la puerta. En otras ocasiones, fingimos que ya íbamos de salida para no atenderlas. Hacíamos el simulacro de hasta subirnos al carro. Ella decía que debían respetar nuestro tiempo, nuestro espacio. Ya podrán imaginarse, cuando dejé Mexicali a los 18 años, yo no podía entender el mundo sin un lugar que no fuera mío y sólo mío. Sin horas sólo para mí y administradas a mi gusto.  
Unos años después, mi madre murió. A mí se me hizo cachitos todo. Porque además, muy a su estilo, no me hizo partícipe del proceso de una repentina enfermedad que en menos de dos meses me la arrebató. Tomé un vuelo de regreso para hacer los arreglos de su funeral. Luego me regresé a la ciudad de manera permanente y me recluí en esa casa en la cual había crecido y que mi madre había habitado sola desde mi partida. La gente creía que estaba en Mexicali porque allí tenía familia. Pero volví porque no hubiera podido sobrevivir su muerte en ningún otro lugar del mundo.
Ya instalada en casa, me estuve explicando esas cosas que se dice la gente cuando se queda en la total orfandad. Me pasé más de siete años deambulando en esa construcción. Se me murieron casi todos los árboles que a ella le había tomado años ver crecer.  Estuve escribiendo y pintando las paredes. Escribiendo y trabajando como ingeniera. Escribiendo y haciéndole arreglos al cerco, al techo. Escribiendo e invitando a los amigos para beber cervezas en el patio. Escribiendo y organizando muchas ventas de garaje con las cosas que ya no tenía caso conservar.
Gente llegó a creer que la propiedad estaba totalmente abandonada, a juzgar por el exterior que había tenido mejores épocas. Pero allí dentro, en ese espacio mío desde siempre, aún había vida. Allí me recuperé y luego, de una manera también inesperada, me fui.
Sí. Es un asunto de vida o muerte defender nuestro lugar, sea físico o intangible. No es negociable. No debe ser negociable. No puede serlo. A mí me salvó la vida. Me la sigue salvado.
Nylsa Martínez
24 de agosto de 2019
Los Ángeles, CA.


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