Un cuarto de televisión sin televisión

Hace unos años, mis papás se mudaron de ciudad. Yo estudiaba la licenciatura y decidí quedarme en la casa donde había crecido y vivido mi infancia. Una cocina, un comedor, una sala, tres recámaras, tres baños, dos espacios extraños entre cuartos de televisión ―sin televisión— y pasillos muy anchos con sofá. Era la casa que mis padres habían construido desde antes de casarse hasta el día que se fueron a Ensenada: su hogar por veinticinco años. No recuerdo un solo año en el que un albañil no le haya metido mano a la casa. Tumbaban paredes, hacían un baño, otra recámara, una ampliación, ponían lozeta donde no había, cambiaban la cocina. Las casas no tienen fin, me dice siempre mi madre, no las puedes dejar caer, hay que darles su manita de gato. Seis años sin ellos aquí y solo he traído un par de veces a un plomero, otro par de veces a alguien que arregle la lavadora y alguien más para que le eche una mano a la refri ―aire acondicionado de los norteños—; ni un solo albañil.

Aunque había vivido en esta casa prácticamente toda mi vida, no la sentía mía. Era ―es— la casa de mis papás. Al principio la dejé intacta: no movía nada, evitaba entrar a la recámara principal, no abría cajones, usaba poco los espacios. Mejor dicho: los usaba como si mi familia completa siguiera aquí. Hasta que un buen día tronó el aire acondicionado de mi cuarto. En una ciudad donde las temperaturas llegan a ser mayores de cuarenta y cinco grados a la sombra, seguir en mi habitación era imposible. Así que tuve que entrar a la recámara de mis papás y prender la refri. Una cama king tenía más de un año sin usarse. Está de más decir que no regresé nunca a mi habitación. Aunque lo hubiera querido, la refri no tenía arreglo: debía comprar otra. Y la recién egresada de universidad no tenía ni prestaciones laborales ni más de cincuenta pesos en su tarjeta de nómina.

Me apropié del cuarto de mis papás. Ahí puse mi primera bandera.

La invasión fue paulatina: en un inicio, solo llegaba a dormir y bañarme, me salía de la habitación y trataba de pasar poco tiempo ahí. No pasó mucho para que cayera en la tentación. Una recámara amplia con un closet enorme ―que de hecho solía ser una habitación más de la casa— y un baño propio. Poco a poco comencé a colgar vestidos y ropa, a desocupar cajones para poner mis pantalones, pijamas, calzones, zapatos. Me encontré con fotos viejas, documentos, credenciales de cuando mis padres estudiaban la prepa, la universidad, de sus trabajos de principios de los noventas, invitaciones de su boda, de la boda de mis tíos; en fin, mis papás tienen algo de acumuladores. Lo mismo con el baño: cremas y perfumes caducados, productos que ya nadie iba a usar. Saqué muchísima basura y no pude parar. Continué con los cajones del buró, del tocador, de la cocina, del comedor. Debí de haberle dado una buena propina al señor que pasó por la basura el siguiente lunes.  

Me di cuenta que era mucha casa para mí sola. Entonces, decidí habitar únicamente la planta baja: la recámara de mis papás, el clóset, un baño completo y un medio baño para las visitas, sala, cocina, comedor y uno de esos espacios extraños que mi papá llamaba cuarto de televisión pero sin televisión. La parte de arriba solo se usaba cuando llegaban visitas… o mis papás. Después de poco más de dos años, ya la sentía mi casa: en el refrigerador y la alacena solo había comida que me gustaba―y un par de cervezas—; en el clóset, mi ropa doblada y en cajones, mis vestidos y blusas colgados; en la regadera, mi champú y acondicionador especial para rizos; en el lavamanos, mi cepillo de dientes; en el comedor, un individual y un salero; en la recámara principal, mi taza de té y un libro por si se me ocurría leer antes de dormir.

A mamá no pareció agradarle del todo. Cada que venía de visita, evidenciaba que ella había estado aquí: movía algunos muebles o cuadros, guardaba electrodomésticos, cambiaba el mantel. Algo, lo que fuera. Esta seguía siendo su casa. Esta sigue siendo su casa.

La casa olía diferente. La casa se sentía diferente. Se escuchaba cada ruido, cada respiración. Yo amaba el silencio. Amaba saber que nadie movería nada. Amaba mi desorden. Mis tenis junto al sofá, el sostén que me quité el día anterior porque ya no lo aguantaba colgado en la silla, el vaso junto al garrafón, la cafetera sobre la estufa, la taza en el comedor, la cama sin tender, la ropa tirada en el baño. Todo era mío. Todo lo había hecho yo. Eran los muebles que mis papás habían comprado, la cocina que eligieron, las fotos que ellos colocaron; pero el resto era mío. Aquí vive una veinteañera que trabaja y, aun así, apenas le alcanza para comer como la gente decente. Y todas esas muestras de desorden son sus banderas, los indicios de que esta casa está viva: aquí vive alguien y lo sabes por esas migajas de pan sobre el mantel.

Mi primer cuento lo escribí en el comedor. Era para una antología local. Luego escribí otro par de los que me avergüenzo. También en el comedor. Luego llegó el verano y, con este, uno de esos momentos de adultez que no me había tocado vivir: tomar decisiones. Decisiones de vida. De esas que cambian lo que harás la siguiente década. Y la decisión estaba completamente en mis manos. Entonces hice una de esas cosas que te enseñan en las clases de desarrollo humano: escribir mis planes, mis metas, cómo te ves en cinco, diez, quince años. Recuerdo que me parecía ridículo cada que me lo pedían en la escuela. Ahora lo estaba haciendo en serio. Tomé hojas, plumones, colores, una calculadora, una pluma, y me puse a hacer garabatos. A sacar cuentas. A ser honesta conmigo misma. ¿Qué es lo que realmente quieres, Michelle? ¿Qué te va a llevar a ello? ¿Qué necesitas para lograrlo?

Escribir.

Quiero escribir.

Necesito un escritorio. Y dónde poner ese escritorio. Necesito un espacio. Necesito una pared. Necesito una habitación. Pero también necesito un trabajo para comer. Y necesito un trabajo que me dé tiempo de escribir. Entonces recordé ese espacio que mi papá llamaba cuarto de televisión pero que no tenía televisión. Ahí cabe perfectamente un escritorio. Y tiene una pared lisa. Saqué cinta adhesiva y me puse a pegar todo en la pared. Moví un par de muebles. Desde el sillón, miré todas mis opciones. Mis garabatos. Tomé mi decisión: aquí voy a escribir.

Cuando era niña, ese espacio era la cocina. Había una puerta que daba al pasillo de atrás y también tenía una ventana con vista hacia la cochera. Y una barrita, donde me sentaba a comer cereal con mi hermana mayor. Chokokripis, por supuesto. Luego movieron la cocina y ese espacio se convirtió en un desayunador. Después, mis papás compraron una barra y la pusieron ahí. Al tiempo, movieron la barra y pusieron un sillón y una tele. Cuando mis papás se mudaron, se llevaron las teles, quedó el sofá y un mueble. Así estuvo por cuatro años.

Mi papá me regaló un escritorio de segunda. Yo compré una lámpara y un corcho en el tianguis. Me obsequiaron un pizarrón. Bajé mis libros. Pegué fotos, notas, postales. Mi mamá comenzó a llamarle tu estudio. Nunca mueve nada de lo que hay en esa habitación.

Puse mi última bandera.

Mi casa era mi habitación propia.


Karla Michelle Canett (@ArreLaQueBarre).  Narradora. También escribe en las salas de maestros de las escuelas donde trabaja. Ahora vive con ella su hermanita y le urge una habitación propia con puerta y seguro. Mientras eso pasa, sigue escribiendo en ese espacio que se creó aquel verano. 

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