Habitaciones propias

En el transcurso de mi vida nos mudamos al menos cinco veces de casa. Mi infancia y adolescencia fue un ir y venir de Mexicali a Guadalajara, hasta que por fin, mis papás, decidieron quedarse en la ciudad que atrapó al sol.
Cuando sueño con el pasado, estoy en la casa de mi abuelita o en la de mi tío Benito, que era dónde me resguardaba los fines de semana para jugar e imaginar, junto a mis primos, una existencia diferente. Reconozco que de niña no leía mucho, pero mi tío contaba las mejores historias de terror del mundo y él decía que todas las había sacado de los libros. Tal vez un poco influenciada por esa idea empecé con el hábito de la lectura.
En la prepa, Víctor Cuellar, mi maestro de literatura en el Instituto de Ciencias, me convenció de que tenía cierto talento para narrar, pero el destino me hizo mudarme de ciudad, cambiar de amigos, de escuela y tomar materias que no tenían nada que ver con mi lado humanista o artístico. Terminé la preparatoria de milagro y convencí a mi papá para estudiar en la Facultad de Humanidades y no en la de Contabilidad como él quería.
Los años pasaron, terminé la carrera en Ciencias de la Comunicación, escribí un par de cosas en la universidad, me casé muy joven, me divorcié, seguí adelante y me enamoré de nuevo en la tercera década de mi vida. Con el amor llegó mi bebé y con ella mis ganas de escribir. Recuerdo que sostenía a la bebé en el brazo izquierdo mientras tecleaba con la mano derecha mi primera historia fantástica, un cuento para un proyecto que se llamaba Devoradores de hadas. Desde entonces entendí que si de verdad deseaba ser escritora lo haría a pesar del espacio compartido, de las presencias inevitables o de los ruidos a mi alrededor.
Busqué páginas acerca de escritura creativa, tomé todos los talleres posibles, seguí en las redes a escritores de renombre y continué leyendo un poco de todo. Pasaron los años y aunque en la casa había espacio para un estudio, no había dinero para acondicionarlo, así que escribí sentada sobre mi cama, en el comedor, en la sala, en la barra de la cocina, en el cuarto de televisión y hasta en el carro. Por diez años mi hija y mi marido me permitieron ausentarme a mi habitación propia interior, mi lugar alcanzable a través de la música de piano y los audífonos, el único lugar propio y apto para crear.
Ahora tengo un escritorio y rara vez me siento en él, por alguna razón prefiero todos los otros lugares de la casa donde mi hija pueda jugar frente a mi sin sentirse excluida. Ella ha aprendido a no interrumpir si tengo los audífonos puestos, mi marido igual.
El espacio para una habitación propia está disponible en mi hogar pero aún no está listo, sigue en proceso de remodelación; le faltan muebles, libreros, una mejor luz. Por eso y por lo pronto me basta con la que he creado en mi mente, ahí todo es perfecto, porque yo soy una con el universo de buenas y malas ideas que fluyen dentro de mi y a veces terminan por completar una historia digna de ser contada.

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Zeth Arellano, narradora. 

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