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Habitaciones propias

Mirar un espacio que nos pertenece y saber que no es así, que no solamente es así. Un cuerpo no puede ocupar el mismo espacio que otro, pero dos cuerpos, tres cuerpos, millones de cuerpos… pueden habitar el mismo espacio. Habitar, habitar un espacio que nos rodea, nos envuelve. A veces es el espacio es el que nos habita a nosotras. Habitar es estar conectada a esa matriz en la que todas juntas soñamos nuevos y mejores espacios. Habitar es crear un espacio que siempre se transforma; se crea al mismo tiempo que se destruye.  Habitar es conjugar ese espacio, a momentos, a tiempos... yo hábito, tú habitas, ellas habitan, nosotras habitamos, ustedes habitan. Habitar se vuelve lo extraordinario de lo común, de la rutina. Habitar un espacio, un cuerpo, un corazón, un alma. Habitar es la implicación de la reciprocidad. Yo te habito, tú me habitas. Habitas mi corazón, mi alma... ¿Te habito? Habitar es la complicidad del vaivén, vaivén. Retornare. Habitar es la promesa del círculo. Habito lo que

Una habitación propia, fin de análisis

El 24 de octubre de 1929, Virginia Wolf publicó Una habitación propia. El libro cobró una  relevancia inédita en mi vida personal cuando después de dieciséis años de hablar en el diván,  mi en ese entonces psicoanalista dijo: “Me recuerdas a Una habitación propia de Virginia  Wolf”. Sin haber leído su obra, pero habiendo escuchado la mía, unos meses después fue mi fin  de análisis. Este fin de análisis se concretó en una forma de escribir, de hacer letra, de alojar  habitación no solo de modo físico sino que en mi palabra y en mi particular noción de  diferencia y alteridad. Solo posteriormente, este Octubre de 2019, a 90 años de Virginia y después de haber ido a  hablar con otro psicoanalista después del fin, comienzo a procesar y escribo desde mi  habitación propia de la experiencia, desde mi cuerpo. Hice una nueva alianza con mis  pulsiones, una alianza donde me permito alojarme a mí y donde denuncio que hay algo que  excede siempre al espacio entre dos. Mi habitación propi

Mi casa prestada

Hace más o menos un año tuve que dar una descripción de mi casa, puse “departamento prestado, dos recámaras, sala comedor baño cocina. Colonia popular no muy lejos del centro de Puebla. El departamento es de mis padres”. Con un poco de tristeza cerré el sobre que guardaba, además de esta descripción, una solicitud de beca para mi hijo. No se la dieron. Me expresé dramáticamente y mal de mi casa en vano. Ni hablar. Hoy tengo otra oportunidad para contar todo lo que ha vivido esta casa que, por sus años, ha vivido más que yo. Antes 1993 la imagino en un vacío, luego una familia de matemáticos llegó a habitarla. Yo era la más pequeña, veníamos de Querétaro, en donde “milagrosamente”, dicen, me quitaron la sordera que, por negligencia médica, me impidió oír los primeros sonidos de mi vida. Yo tenía dos o tres años. Luego papá se fue y en su lugar llegó la Tía, con mayúscula, con respeto, la Tía Chagui de todos. Con mi mamá, la casa resguardaba a tres mujeres de tres tiempos distintos.

Habitación propia

Ya tiene rato que me ha costado más trabajo que nunca ubicarme en el mundo, en las vidas de terceros, en el espacio físico que me rodea. Es difícil admitirlo a mí misma. Le bauticé crisis de pertenencia.  Una serie de eventos en el último año y medio me han traído a este punto exacto, donde efectivamente me encuentro en mi habitación propia, desde donde escribo. Donde me atrevo a llevar a cabo esa tarea de la que me había alejado por miedo a lo poderosa que puede ser. Donde escribo un texto sobre el espacio que me rodea.  Dicho espacio es la Habitación Propia que en realidad nunca ha sido tal. Sí parece mía. Todo en ella es mío, pero, finalmente, no le llamo mi espacio en el mundo. Es la habitación más aislada de esta casa. Una casa de la que he entrado y salido. Que por cómo llegué aquí, nunca la he sentido como un hogar, sino una mera casa, entendida como la mera edificación. Es el edificio, en la calle cerrada, donde encuentro todas mis cosas más preciadas. Pero es, finalme

Habitación im-propia

Recuerdo el umbral entre la estancia y la escalera de casa de mis padres en un Querétaro noventero — más chancero que chilango — e instalado en su eterna quietud dominical. En esa casa, en el corazón de la ciudad  (y que fue sólo una de las tantas por venir) aprendí a trazar “OSO SUSU”: palabra que se automatizó por tanto practicar, enseñándome además que el mundo tenía otro mundo, uno donde las palabras podían surgir como magia al contacto con la página. Palabras peligrosas, abiertas, alejadas de la correspondencia cratilista del mundo, coquetas y perdurables mientras aguantara aquella libretita de candado chiquito.   Hoy, 26 años después, ya no vivo en casa de mis padres ni tengo libretitas de candado: paso los días estudiando el posgrado en Filosofía y comparto casi todo con mi hijo / duende / mimo / cómplice de 8 años: “mi habitación” es suya también.  Aún trato de entender la magia de las palabras y leo más de lo que escribo.  Busco aquello que Virginia Woolf llamó “la c

Habitaciones propias

Tengo muchas listas de música que me gusta reproducir cuando estoy sola, específicamente en mi cuarto. En él bailo, escribo, leo, trabajo, acaricio a mi gato, me visto, veo series de 15 capítulos hasta terminarlas en un fin de semana, lloro, reniego y sufro a veces en silencio y a veces no tanto. Mi habitación es el espacio donde realmente puedo estar sola. Y aunque literalmente este espacio de tierra no me pertenece, sé que de otras muchas maneras me han pertenecido los espacios donde he crecido y he aprendido a estar sola. (Mi parte favorita es dormir). Cada que alguien pronuncia la palabra soledad es cuestionado severamente, “no estás sola, te dicen” pero en la realidad La Soledad brinda la paz suficiente para entender que ni es negativa ni es positiva, sólo es. “Esta soledad tan profunda” dice Lafourcade. Cuando lo entiendes, cuando puedes escucharla, llega la paz. De eso se trata tu propio espacio, aunque a él hayan llegado otros y otras para dejar su huella. Tu espacio es tu sole

Mi casa soy yo misma

Un gasterópodo Como nunca he hallado un espacio al que pueda llamar mío , me convertí yo misma en el lugar . Abandoné la casa paterna siendo, aún, adolescente, como correspondía a los jóvenes residentes de Tantoyuca que nos lanzábamos a hacer estudios profesionales. Me fui al puerto de Tampico, con su arena aplanada y su mar bajito que en realidad está en Ciudad Madero, donde mi madre me había parido porque así lo dispuso el hado (o el Seguro Social, que es lo mismo). Yo era una muchachita con depresión y fobia social (me diagnostiqué al iniciar mis estudios de psicología) y toda mi familia apostó a que, debido a mi carácter retraído y mi inutilidad hasta para cruzar una calle, no duraría ni una semana fuera del pueblo. Han pasado dos décadas y nunca volví a vivir en esa casa –la de mis padres. Viví primero en una pensión donde, durante dos años consecutivos, las dueñas me hicieron bullying, movidas por la extraña fantasía de que yo era una “niña rica que tenía la vida resuelta”