MI CUARTO MI CUERPO

Food, house and clothing are mine for ever.
Therefore not merely do effort and labour cease,
but also hatred and biterness.
I need not hate any man; he cannot hurt me.
I need not flatter any man; he has nothing to give me.

—Virginia Woolf, A room of one’s own





Le pedí a Elma que borrara de las redes la foto que, en un impulso, le había mandado de mi recién adquirido cuarto de azotea, respondiendo a su convocatoria sobre Habitaciones propias. Soy una desclasada, y como sucede con los desclasados hay una fuerte inclinación a negarlo, estirando la apariencia, lo más que se pueda, de que no ha pasado nada.

Han transcurrido dos meses desde que me mudé al cuarto de azotea en donde vivo, en la colonia Narvarte, en la Ciudad de México. Pero si recurro al recuento descubro que es la segunda vez en mi vida que vivo sola y que es la primera vez que lo hago con mis propios medios.

El cuarto es un poco más grande que un cuarto, pero más chico que cualquier departamento. No tengo refrigerador ni cama ni sillones. Solo una pequeña mesa de madera, comprada con los señores que venden muebles de madera en los camellones de la colonia; bueno, ahora tengo dos de estas mesas, más una silla de metal como las de Tecate pero con almohadillas; es el lugar donde escribo.

*

Hasta hace poco supe que mi familia estuvo en un intento constante de permanecer en la clase en la que crecieron mis padres. Que nunca lo lograron más que por momentos. Mi abuelo materno es el que financió mis estudios, universitarios y la maestría, pagando también mi estancia fuera de la ciudad donde crecí, Mexicali.

Siempre fuimos clase media-media. Y, como toda clase media, a veces, y con ciertos lujos, alcanzábamos la media-alta; mientras que ciertas decisiones nos llevaban a la media-baja. Pero ser clase alta, según creo, es inevitablemente cuestión de herencia, o de haber trabajado solo y exclusivamente por dinero, y será hasta la siguiente generación quienes, verdaderamente, se vean viviendo en esa clase alta.

*

Llegué a la Ciudad de México en el año 2010 a estudiar la maestría, y como lo escribí antes, estaba económicamente cubierta por mi abuelo materno. En un inicio, mi estancia sucedió compartiendo departamento con una amiga, en ese entonces, vivíamos en la Narvarte; también, por esto, nueve años después, decidí volver a la colonia a la cual llegué por primera vez a esta ciudad.

Sin embargo, en esta temporada, cuando recién pise la metrópoli, y al darme cuenta que podía pedirle más a mi abuelo, decidí mudarme sola a la Condesa. Ese año lo viví tan felizmente inconsciente. Me sentía invencible. Me la pasaba leyendo libros y leyendo la ciudad, eufórica tratando de escribir, y me desbordaba en toda experiencia y acontecimiento. Hasta que me enamoré. El hombre de quien me enamoré se mudó a vivir conmigo, y cuatro meses después terminamos con todo. Nuestra relación, mi tiempo en ese departamento en la Condesa, mi estancia en la Ciudad de México.

Soy muy terca, por lo que regresé tres veces más a lo largo de seis año a buscar nuevas formas de habitar la Ciudad de México, de continuar escribiendo, de vivir. Hasta que volví vencida a Mexicali y me quedé por dos años.

Finalmente, en el 2017, volví a la Ciudad de México una vez más. Viví en casa de una mujer a la que no le caía muy bien pero le servía mi lana para la renta hasta que me corrió, me mudé al cuarto que una amiga usaba como bodega en su departamento, y hace dos meses logré encontrar este cuarto de azotea en la colonia Narvarte.

*

Mi cuarto se ha vuelto mi cuerpo. Lo limpio, lo acomodo, lo mantengo ordenado. Uso todos sus rincones. Hasta que los días llegan como grandes olas, entre la oficina y las clases que he comenzado a impartir, y la necesidad de continuar escribiendo, o la estúpida necedad. Entonces la única planta que tengo palidece, los rincones se llenan de polvo, los trastes sucios en el lavabo, y la fruta que había comprado (y que me iba a durar) se pudre.
Lo mismo mi cuerpo. Hay días donde, en la noche, me doy cuenta que nunca fui al baño, tengo el estómago inflado, no sé si es hambre o ansiedad pero termino cenando, no sé si para que no se pudran las verduras o porque he gastado tanta energía que necesito comer algo.

*

Había asegurado que nadie iba a conocer mi cuarto. Nadie iba a entrar, no tengo ni cama para recibir visitas, ni un sillón para que alguien se siente a tomarse un té y platicar. Está hecho como el almacén de mi inconsciente, una bodega que solo funciona como espacio para asearme, comer, leer, escribir y ordenar con palabras lo que vivo (y lo que me convenzo que no es necesario vivir).

Un amigo de la universidad, con quien había sostenido una gran amistad, ha venido a la Ciudad de México por trabajo, entonces varias veces hemos ido a comer. En una de sus últimas vueltas me dijo que me veía en mi depa, y que desde aquí nos iríamos a cenar. Cuando mi amigo llegó, se bajó del Uber, se fue el Uber y se soltó una tormenta. Me marcó, bajé directo a que nos fuéramos, pero él quería entrar al baño. No quería dejarlo pasar. Pasó por mi cabeza el que se orinara en los pantalones, parado bajo la lluvia, que se mojara, pues los orines se podían disimular. Pero me entró lo civilizada, le dije que le prestaba el baño. Subimos, entró a mi cuarto, y desde que puso el pie adentro, sentí como si estuviera pisando mi cuerpo, cruzó el cuarto como si me atravesara por entero, entró al baño. Cuando salió empezó a decirme cómo podía acomodar ciertas cosas, comprar no se qué, arreglar no se cuánto. Sentí que veía con morbo a su amiga la que se ha dedicado a escribir, la que se sigue desclasando. Imaginé al ejército de hormigas que viven en el balcón cubriendo a mi amigo hasta desintegrarlo. Lo odié. Fuimos a cenar, me dejó en mi casa, se fue. No lo he vuelto a ver, ni quiero, no le he contestado los últimos mensajes que me ha mandado.

*

Esta piedra invisible —este prodigioso miligramo, como escribió Arreola— de tener que enfrentarme a la realidad desde una percepción más allá de mí, la voy puliendo para sobrevivir, pero, sobre todo, para sobrevivirme: es mi cuarto, es mi cuerpo.

No voy a ahondar en (más) cuestiones psicológicas sobre ello, lo único que diré es que, también, descubrí que tengo esta terquedad de creer que no debería de estar viviendo. Por lo tanto, no debería de tener un cuarto, ni una cama, ni una pareja, ni nada. Y cuando obtengo algo, lo que sea, paso por un lapsus de culpa que me hiela, en donde, poco a poco, me voy descongelando. Convenciéndome de que es normal tener algo. Tener un cuarto, por ejemplo.

Hace unos días compré un sofá-cama, muy básico, de esos que se desdoblan y extienden por el piso. Estaba aterrada viendo mi tarjeta ser utilizada en algo que me iba a dar comodidad. De pronto, la bodega ya no es bodega, y el cuarto, verdaderamente, se está volviendo mi cuarto. Mi cuerpo, verdaderamente, no solo será para trabajar, también podrá descansar un rato.


  
Lucía Treviño
24 de agosto, 2019

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