En mi habitación de trabajo, un cuarto para no morir

Leeré hasta mi muerte. Digo. Pero no sé cómo será mi muerte, si antes de dar la última expiración no me vendrá un derrame cerebral y no podré leer ni escribir ni pensar. Veré todo como borroso, como en esa película de Woody Allen, Desmontando a Harry, con un Robin Williams genial, vistiendo esa camiseta 16, en un filme que aquí se llamó “fuera de foco”; como es un poco decir “la última expiración” fuera de toda norma, como si escribiera sonetos inspirados en el Siglo de Oro Español, como si yo hablara “fuera de foco”, en un castellano antiguo y pomposo.

Bueno, leeré y escribiré hasta el final. Es un destino que me propongo. Ahora mismo leo Breve tratado del corazón, de Ana Clavel, donde una chica primero parece que se va a tirar al Metro, pero luego se le ocurre el Taj Mahal como un sentido de la vida y en el medio encuentra a una muchacha suicidada en París, muy parecida a ella, que murió con una sonrisa, fuera de todo espejo, nombrada “La desconocida del Sena”.

¿Suicidarse sonriendo? No es normal, no está en el foco, al punto fue que esa desconocida se convirtió en el ideal erótico de su época, fue motivo de muchas obras literarias y la nombra Ana en su tratado.


¿Corazón? No lo sé. A veces pienso que sentimos con las tripas, con la parte en que evacuamos, con el culo, con las mierdas a la que todos nos vamos a ir, esa parte secreta e íntima, que no compartimos con nadie y donde somos absolutamente nosotros, el yo, el ella, el tú.


¿Corazón? ¿Mente? ¿Cerebro? A veces me gusta saberme como un saco de huesos, polvo y piel que está fuera de todo alcance, como esa mujer que una vez vi, como el cadáver de ella, envuelta en una bolsa de cal, tirada en una esquina, anónima, absurda.


Desde esa bolsa hasta aquí, en México, mi presente, muchas cosas han pasado y en el medio de todas ¿cuántas mujeres no han muerto arrojadas en la esquina de un barrio pobre sin que supiéramos en principio su identidad?


Somos pellejos de vidas trashumantes. No sabemos para qué estamos ni porque nos vamos a ir al pozo de la nada. En el medio, cuántos dolores de cabeza, cuántas metáforas sobre el corazón que se estruja y se disuelve, cuánta vida echada más allá de nuestro transcurrir. Como si fuéramos eternos y jóvenes. La eternidad siempre se piensa en nosotros jóvenes, nunca en esa ancianidad que tenía nuestra abuela, a la que mirábamos como alguien que no se iba a morir nunca. “Mañana, cuando llegues” le decía yo a la buena de Rosalía, hasta que un día no llegó más y ahí te quiero ver, ¿cómo te manejas tú con la muerte?


Estoy en esa edad en la que podría morirme. Estoy en esa edad en la que mucha gente más joven se ha muerto. ¿Pensar qué? Tengo que dejar de pensar. Tengo que dejar el cerebro para eso. El cerebro tiene que estar para observar.


Mónica Maristain, poeta y periodista.

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