Habitación prestada, habitación compartida

Escribir es estar condenada a la soledad. Es una condena elegida, en cierta medida, inevitable en otra. Elegí ser escritora porque pensé que sería divertido, porque de niña no había nada más que hacer en el cubículo de mi madre en la universidad, mientras esperaba a que saliera de dar clase, que dibujar a las ardillas y otras criaturas que caminaban entre las rocas volcánicas de Ciudad Universitaria e inventar historias sobre ellas, sobre mis amigos de la escuela allá lejos al final del verano, sobre lugares imaginarios que inventaba o deseaba encontrar. Así comenzó todo. Creo que el cubículo de mi mamá fue mi primera habitación propia: una habitación prestada de una mujer que ya sabía que usar la cabeza requiere cierto aislamiento, que los libros son para los solitarios. En ese espacio trabajaban además de ella otras dos profesoras que seguramente entendían también esto y para quienes la necesidad de un cuarto propio seguramente fue primero una elección, después una necesidad apremiante en su labor intelectual hecha costumbre y, como muchas costumbres, involuntaria, inevitable. La labor creativa se vuelve otra forma de respirar y habitar el mundo: descubre uno de pronto que abandonar dicha labor es imposible, la elección inicial ha dado paso a un camino, a una forma de vida que la mente y el cuerpo nos pide seguir. Así lo experimento yo cada día: gozo cada instante de la experiencia creativa pero entiendo también en carne propia aquella frase tal vez apócrifa de aquel que dijo que pintaba para no tirarse por la ventana.

En Nueva York, una vez más, he encontrado una habitación prestada y compartida, donde un pintor y una fotógrafa buscan su propia soledad a ratos, su proceso creativo más allá de los otros; en los ratos que me corresponden convivo con sus pinturas y mamparas, sus criaturas terminadas e interrumpidas. Por las ventanas de ese estudio miro hacia una terraza y una pared de ladrillos con un desgastado anuncio de Luna Park, probablemente de principios de siglo XX; escucho los ventiladores de un edificio de NYU; trato de no espiar a los balcones y ventanas de otros que me quedan al frente, desde donde ellos seguramente también pueden verme, escribiendo.

Me sorprende que incluso en una ciudad tan liberal y diversa la mayoría de la gente no comprenda por qué es tan importante para mí tener un cuarto propio: se sigue pensando que mi trabajo intelectual, por ser mujer y para colmo mexicana, no debe ser tan importante, ¿por qué no trabajo en casa? ¿o en algún café? ¿tan delicada soy, tan exagerada, que necesito de privacidad? Los hombres en cambio no tienen necesidad de justificar este aislamiento, con ellos la ecuación se invierte, como suele pasar: qué comprometido, serio y formal es el hombre que dedica tiempo a su trabajo, qué imponente su habitación propia, se convertirá en leyenda, en monumento. Las mujeres, en cambio, seguimos siendo la loca del ático o al menos, la de pocos amigos; la mujer que conspira contra el mundo desde un espacio oculto donde nadie nos vigila: quién sabe qué tramaremos, qué horrores en el caldero de la creación para alterar el orden. Si tenemos ahí a otras cómplices – o a otros - mayor será el miedo de los que temen que las mujeres accedan a ese privilegio.

En unos días, a modo de ritual, planeo visitar mi primera habitación propia. Espero con esta visita tal vez descubrir algo sobre mi origen y también reencontrar algo de lo que fui, algo de ese ritual silencioso que es compartir una posibilidad de vida intelectual y creativa con otras mujeres; algo de ese primer descubrimiento sobre espacios propios, prestados, compartidos.


Elisa Corona Aguilar, escritora, traductora y guitarrista.

Entradas populares de este blog

Habitaciones propias

Una habitación propia, fin de análisis

Habitación propia