Yo soy mi propia habitación propia
Desde niña y hasta ya entrada
la adolescencia viví en una casa llena de gente: abuelos, tíos, primos, inquilinos
que rentaba cuartos. Nadie tenía independencia, los baños y hasta las cocinas
eran de uso común. Todo el día había ruido, llantos, azotones de puertas,
disputas, bullicio. La puerta de la calle siempre estaba abierta. Poco a poco,
la gente empezó a marcharse, también la familia. Hasta que quedamos los
abuelos, mis padres, mi hermano y yo. El bullicio se apagó y la casa quedó
silenciosa. Por fin, dormimos con la puerta cerrada, sin riesgo de que alguien,
quién sabe quién, llegara de madrugada y dejara la puerta abierta para ponernos
a todos en riesgo. Y sin embargo me las ingenié para tener habitaciones
propias, muchas: la azotea, abajo del tinaco; un espacio de pasto en la
Deportiva, el Autódromo Hermanos Rodríguez a donde iba sola o acompañada por
mis hermano y primos en bicicleta; la banqueta enfrente de casa de mis padres; el
closet de la abuela. Nunca me faltó un lugar para leer, escribir mi diario
desde como los trece años, hacer drama y estar sola. Luego tuve en efecto una
habitación propia, con baño incluso, pero pronto me marché de ahí. No era tan
propia, después de todo.
Después conforme crecí, me
hice de otras habitaciones propias: bibliotecas, bancas de parque, espacios
verdes en parques, un asiento vacío en el metro o en el pesero. Luego tuve habitaciones
propias en departamentos, pero siempre escribía, leía y encuadernaba en donde
se pudiera, como se pudiera. Ahora comparto una habitación con mi esposo, dos
perros, muchos libros, dos bicicletas que no podemos sacar porque se las roban,
mucho desorden, apuntes, botellas de vino vacías (que al principio estuvieron
llenas), zapatos que me quito mientras escribo y dejo abajo del escritorio.
Supongo que mi habitación propia siempre ha estado conmigo, yo soy mi propia
habitación propia.
Bibiana Camacho, narradora.